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Topofilia.

Por: Fernando Escobar Neira



El olor de ese aceite (que es el mismo que emplean los cristaleros para ablandar la masilla) me llevó hasta aquella promesa formulada hacía cuarenta años, la promesa de pintar y pintar, la promesa de pintar todos los días de tu vida y de no pensar en otra cosa hasta el día de tu muerte.        

John Berger, Fotocopias.

 

Alguien afirmó hace tiempo, que la forma más feroz e implacable de crítica de una obra de arte era su simple descripción. Prestar atención a los rudimentos técnicos de los que un artista echa mano para representar objetos, espacios, figuras, fondos y describir cómo las operaciones sucesivas logran representar ese algo que por lo general se escapa al simplemente ver, podría llegar a ser demoledor. Decía ese mismo autor que con las cosas así, no haría falta entonces interpretar, ni especular, ni mucho menos conceptualizar sobre operaciones simples como diluir y aplicar un pigmento, usar una espátula o un pincel, abrir un campo de color, practicar grafías sobre la superficie de una pintura: sólo se tendrían que identificar y describir las operaciones más importantes, resultantes de una aparente decisión y control por parte de un hipotético pintor.

 

Sin embargo, los tiempos actuales no parecen compadecerse de ese cuasi mítico tiempo de antes, en el que una mera descripción de la forma bastaba para dar cuenta de los posibles contenidos, sentidos o significados de gestos, trazos, planos de color, referentes visuales y de la tradición de la pintura, conexiones políticas, económicas, culturales o sociales con el entorno propio de esa pintura y de su ejecutante. Pero hoy, ¿cómo podría ser suficiente una descripción formal de una pintura, que deriva su sentido de su modo de producción manual, sumado al cúmulo de idearios e imaginarios sociales sobre el pintar, el mundo, la vida social, el artista, el museo, la galería, el éxito, por ejemplo, para no hablar de los sorprendentes dispositivos tecnológicos que aceleran aún más la obsolescencia de las imágenes actuales, que afecta tanto a quienes producen como a quienes miran una pintura?

 

Es difícil imaginar a qué lugares construidos por ideales estéticos estables (e inexistentes), podrían llevar a un espectador crédulo de las reglas formalistas descritas antes, los numerosos elementos pictóricos y dibujísticos de las pinturas de esta exposición de Margarita Posada. Pueden servir un par de ejemplos para explicar mejor este punto: 1) si bien existe un fuerte lazo de estos trabajos con la imagen fotográfica, su relación no es tan obvia, pero no significa que no sea relevante tal relación. 2) No son evidentes formalmente, los indicios de viajes y trayectos, que a pesar de esto, sin duda ofrecen diversos elementos que construyen el espacio pictórico de estas pinturas a partir de la yuxtaposición de texturas, gestos y figuras, e incluso el conjunto mismo de la exposición.

 

Emprender la tarea de identificar localizaciones concretas, en las que sea posible reconocer un ejercicio de memoria personal alejado de los estereotipos televisivos que banalizan cualquier intento al respecto, se hace difícil, ya que no hay rastros nítidos de un despliegue de estrategias de apropiación afectiva de espacios, recorridos, objetos naturales y construidos sobre la superficie terrestre. Que nada de esto esté “ilustrado” en las pinturas, no debe llevar a concluir que el motor de estas expresiones sea algo distinto a un ejercicio de recuperación de instantes de la vida cotidiana en grandes espacios, en donde la memoria, los afectos y los paisajes resultantes del choque entre lo natural y lo urbano están presentes. Es decir, estos paisajes que presenta Posada no son posibles sin esas figuras yuxtapuestas a manchas de color y grafismos, como tampoco a la idea corriente de montañas, valles, caminos, personas y animales que construyen el ideario de paisaje.

 

Es evidente que acceder con facilidad a la recuperación de memorias personales que proponen estas imágenes, es una tarea ardua, en la que hay que seguir con atención los instantes que propone, al enlazar medios ambientes específicos, temporalidades y entornos sociales que se superponen unos a otros.

 

Esta articulación, que propone Posada, intenta atrapar la evocación de esos paisajes, reproduciendolos una vez más y por tanto, concediendoles una condición de lugares, es decir, de reservorios de sentido, como aquellos que intentaba rescatar John Berger de las atiborradas telas de extensas superficies que pintaba su viejo amigo, y que convoca la cita con la que se abrió este texto.

 

 

México D.F. 11 de octubre de 2012.

 

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