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EL CIELO COMO SUPERFICIE

Por Julio Chávez Guerrero

 

Muchas son las etapas por las que ha pasado la pintura, de ser la reina de las artes mayores que dictaba las normas sobre las tendencias del arte, ha pasado a ser un fantasma más dentro del espectro de muerte que ha dejado a su paso el denominado “arte contemporáneo”.

Con este pesado estigma el oficio pictórico deambula en la contemporaneidad cargando una muerte que no acaba de entenderse o aceptarse por parte de quienes la practican a ultranza, depositando en ella una visión esperanzadora o simplemente neurótica como recurso para tratar de posicionarse frente a una realidad dominada por nuevas tecnologías y sistemas de comunicación que seducen por sus capacidades pero que paradójicamente, separan cada vez más a los sujetos de su realidad.

Más allá de que la pintura pueda o no competir con los medios protagónicos de la actualidad artística, existen elementos para sospechar que hay razones de fondo para hacer de esta disciplina un bastión inagotable de posibilidades dentro del arte de todos los tiempos. Esta sospecha de alguna manera se encuentra relacionada con su capacidad para construir una suerte de pensamiento visual vinculado con las cualidades inherentes de lo pictórico, hecho que ha servido para ligar al hombre con su entorno y no precisamente por medio de iconografías o anécdotas visuales, sino por la capacidad de ofrecer herramientas a la mirada para mitigar el torrente de información que nos invade. Podríamos decir que la realidad se “entiende” gracias a lo que podríamos denominar un “pensamiento pictórico”.

Aunada a esta propensión añeja de “pintar” con los ojos, existe una tendencia cultural que ha hecho más sofisticada la relación sentidos-realidad ya que ahora nuestro entorno en buena medida pasa por procesos selectivos mediados por dispositivos ópticos como teléfonos celulares y cámaras digitales. Si antes había fotógrafos “pictorialistas”, ahora hay pintores “fotografistas”, de esta suerte la visión pictórica se ha “nutrido” y los individuos han transformado sus formas de ver supeditando la labor de escrutinio visual a la resolución óptica de objetivos o a las profundidades de campo y demás parafernalia propia de la era de las comunicaciones.

Esta situación para muchos ha sido una forma “natural” de relacionarse sensorialmente con su entorno, las nuevas generaciones tienen “extensiones” electrónicas de sus sentidos a través del celular, dispositivo que más que una herramienta ha llegado a representar un vínculo socio-cultural pero que en algunos casos más que liga, ha devenido en la causa de una atrofia de los sentidos.

Conocedores de este fenómeno, algunos profesionales de la imagen ven en este suceso un territorio enorme por explorar con el fin de “entender” las nuevas formas de captar la realidad. Margarita Posada forma parte de esta grey, quien por medio de la pintura intenta captar parte de estos comportamientos culturales, haciendo de su oficio un medio para dotar de humanidad todo aquello que “tocan” los ojos, y de manera puntual, los entornos urbanos han sido los territorios por donde se ha movido, empleando recursos de su tiempo, capturando la forma y el color implementando estrategias fotográficas como medio pero nutriéndolas con elementos de la pintura para dar con una visión selectiva filtrada por impastos, contrastes, analogías y color reducido a su más esencial denotación.

El trabajo de esta pintora lucha por sintetizar la realidad más que problematizarla, sus imágenes tienen ese halo de la fotografía reflejado en la forma de construir la composición a nivel estructural. El recorte fotográfico es un recurso común en sus trabajos que nos permite ver una suerte de posicionamiento ante la realidad pero que es superado al dotarlo de esa acendrada visión pictórica creando otros “ángulos” de los temas que aborda.

La ciudad es el leit motiv de Margarita, desde años atrás ha sido su preocupación y motivación, su naturaleza eminentemente urbana la ha hecho una exploradora de las estructuras visuales de su entorno y a fuerza de enfrentarse a los “monstruos de la civilización”, ha podido trascender las visiones elementales vinculadas con esquemas ortogonales y laberínticos para dejar la tierra y elevar la mirada hacia el cielo. Las ciudades no sólo son concreto y asfalto, existe un “techo etéreo” que artistas como Gabriel Figueroa han sabido reconocer.

Margarita ha dejado la tierra para hacernos virar la visión hacia otro ángulo de lo urbano. El cielo para ella es un depositario de cargas simbólicas insospechadas, en sus pinturas podemos ver como se consume la realidad desde la perspectiva de clase, las ventanas de los departamentos, las azoteas de las viviendas, la mirada del transeúnte refleja la influencia o estigma que deja el monitor del televisor, de la computadora, el objetivo del celular o la cámara digital.

La pintura que propone Posada más que aportar elementos denotativos propios de la materia, nos ofrece connotaciones, interpretaciones de los modos de ver de una sociedad, en sus cuadros es fácil “respirar” las atmósferas que se desprenden en los distintos momentos de una ciudad, pero sobre todo, una densa sensación relacionada con la necesidad de elevar la mirada para tomar un respiro, un descanso de la delirante vida en las urbes.

Margarita pinta con la visión del fotógrafo, pero sobre todo, con la nostálgica aspiración del ente citadino de jugar a la liberación, mirando hacia las nubes sin perder la mórbida, acrofóbica necesidad de no desprenderse de la tierra, anclando su mirada en antenas, cables o postes de luz para no caer en el vértigo de la libertad del cielo, hecho que nos recuerda que somos presos, esclavos inexorables de esta nuestra loca, enferma y proterva adicción a la vida terrena.

 

Ciudad de México, agosto del 2009

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